El bullicio de la estación ensordece de una forma imperceptible. La gente se arremolina en torno a mostradores y paneles informativos al tiempo que soporta con torpeza la incomodidad de acarrear equipaje. La mortecina luz alógena del vestíbulo imprime en la piel de los viajeros un reflejo despistado y oblicuo. Este gesto desaparece en el instante mismo en que ocupan sus respectivos asientos en sus respectivos vagones -viajar es siempre una actividad muy precisa-, momento en que les invade la volátil tranquilidad de quien se siente a salvo, de quien por fin encuentra su lugar en el mundo (cuando el mundo es un mísero vagón de tren). De fondo, una voz binaria informa de las modificaciones horarias y apremia a los pasajeros más impuntuales. En términos generales se respira una cierta alegría, o quizás no.
A la hora prevista el tren se pone en marcha y sale de la estación, como un perezoso reptil que abandona su madriguera de cristal, hierro y hormigón. Por minutos, el exterior se acelera y empieza a estirarse, deformándose en una composición viva de imperfectos brochazos impresionistas. Traslación. Pueblos blancos. Campos verdes y amarillos. Los viajeros se sumen en un letargo ocioso y liberador. Nos vamos. Yo me recuesto un poco en el asiento. Saco el libro y leo un par de páginas pero prefiero mirar por la ventanilla, así que decido escuchar música. Mi mente se evade entre expectativas, emociones y una ilusión que parece que me desborda.
Durante un viaje (especialmente si se hace solo y si se hace por placer) es inevitable tener una cierta experiencia introspectiva. Desplazarse a otro punto del mapa tiene algo de catártico, de conocimiento de uno mismo. El rítmico latir del tren te aporta la calma necesaria para ponerte a pensar en lo que estás dejando atrás, en lo que vas a encontrar allá dónde vayas y en cómo te sientes en ese momento. Así, uno adquiere definitivamente conciencia de su propia irrelevancia y de la grandeza de todo cuanto le rodea.
El trayecto puede resultar entretenido, tedioso, tenso o relajado (depende mucho de cómo se encuentre cada uno en ese momento de su vida, obviamente), pero parece q todos los viajeros se unen emocionalmente cuando el tren se aproxima a la estación de destino. Ya llegamos. Es entonces cuando todos los pasajeros inician invariablemente su ritual-de-final-de-trayecto, consistente en recoger los objetos personales q han ido depositando entorno suyo a lo largo del viaje, colocarse la ropa (q ha ido enroscándose y arrugándose sin remedio) y en definitiva tratar de acicalarse un poco. Tanto si hay alguien que espera tu llegada como si no, es necesario aparecer como una persona presentable.
El tren de detiene por fin y tras dejar que salga la mayoría del pasaje, recojo mi maleta, me coloco la bufanda y salgo al andén. Busco el cartel de “salida” aunque instintivamente ya he comenzado a caminar hacia la derecha siguiendo la marea de gente. Al cabo de unos segundos por fin le veo (con su sonrisa y sus ojos inigualables) y recuerdo porqué merece la pena pasar cuatro horas al lado de un impertinente que no ha dejado de hablar por el móvil dando voces durante todo el viaje. Ya estoy aquí por fin.
Skunk Anansie.- Secretly.[
...continuará...]